No siempre llueve a gusto de todos (parte 1)

No siempre llueve a gusto de todos (parte 1)

La manguera escupió el último chorro de diesel. Sonó un «clac» indicando que el depósito estaba lleno. Traduciéndose en un golpe en la palma de la mano de Jimmy. Extrajo la manguera, era su profesión. Cargar depósitos. Cada vez que lo hacía se preguntaba si realmente había nacido para hacer eso o su vida era una ilusión de algún maníaco encerrado en una sala acolchada de un manicomio.

– ¿Quieres espabilar? No tengo todo el día. -La amabilidad de este cliente estaba en la media de los que pasaban por su gasolinera. Es normal, estaba en medio del puto desierto. Calor de día, frío de noche y arena a todas horas. Esa era toda la diversión que podía ofrecer. La gente quería salir de allí lo antes posible.

Jimmy elevó el labio superior mostrando su mejor cara de paleto. Al gesto le acompañaba su vestimenta. Un pantalón de tirantes y una gorra sucia de los Toronto Raptors. No le gustaba el baloncesto, pero había comprobado que la gorra hacía que los clientes le dieran algo de conversación sin repetir frases como: «es sorprendente el calor que hace hoy» o «la vida en el desierto debe de ser muy calmada». La vida en el desierto era como la misma frase indica, solitaria y sin ningún tipo de aliciente. Pero había encontrado una manera de que no fuera tan asqueante.

Sacó la manguera. Tapó el depósito y arrastró la manguera como un zombi acercándose a su presa.

– ¿Cuánto es? Joder, mira la hora. Me quedan por lo menos tres horas y ya está anocheciendo. -El tipejo aun tenía gomina sobre su cabeza. La única manera de sostener los cuatro pelos que aun le quedaban. Ni siquiera ese traje negro, seguramente caro, le hacía parecer alguien respetable.

– Aquí la vida es así.

– Vale. ¿Cuánto es?

– No sé. Cuánto tiene. -Jimmy sonrió, enseñando una colección de dientes amarillos con pequeños tizones negros.

– Lo suficiente. Por tercera y última vez. ¿Cuánto es?

– Ooh. Vaya, perdone caballero. Sólo era una broma. -Jimmy se giró patosamente para ver cuánto marcaba la estación de servicio.- Veamos. Emmm. Son unos … -Apretó los ojos- ¡Ah! ¡Si!. Son setenta dólares.

Jimmy giró de nuevo con gesto torpe. La manguera de diesel se elevó debido al movimiento y goteó sobre el traje del tipejo.

– ¿Qué haces? ¿Tienes idea de lo que cuesta este traje?

– No lo sé. Sólo lo que cuesta el depósito. Setenta dólares. -Extendió la mano.

– No vas a cobrar ni un centavo. Te pienso pasar la factura de la tintorería.

– Vamos …

– Vamos, ¿qué? ¿Tienes idea de lo que acabas de hacerme? Mañana tengo una reunión de máxima importancia y necesitaba este traje para asistir a ella. Un gilipollas sin estudios como tu no puede ser consciente de lo que hace, pero acabas de destruir …

– Está conduciendo por un desierto lleno de arena con un coche sin climatizador. -Señaló al interior.

– … ¿Y qué tiene que ver eso con …?

– Que yo sé que aquí hace un calor descomunal. Es imposible viajar por aquí sin bajar las ventanillas. Seguro que mañana cuando salga el sol, descubrirá que su precioso traje negro tiene un extraño color marrón. Marrón mierda.

El hombre salió del coche, tal y como Jimmy había planeado desde el momento en que dejó caer esas gotas de combustible en el traje.

– ¿Quieres saber de qué color te voy a  dejar la cara? ¿Quién cojones te crees que eres?

La respuesta fue rápida y certera. Un golpe en la sien con el canto del surtidor dejó inconsciente al tipejo. En la caída chocó contra su coche y su cara se estrelló contra el suelo. Jimmy miraba desde arriba como un Dios omnisciente. Sabía todo lo que iba a suceder a partir de ahora y aquel hilillo de sangre que corría por el suelo desde el rostro de su víctima hasta la suela de su zapato, era una muestra de su poder. Era justicia.

Con calma volvió a poner la manguera en el surtidor. Sacó un trapo de su bolsillo y limpió cualquier rastro que pudiera haber en el canto. Cogió al tipejo por la chaqueta y tiró de él arrastrándolo por el suelo como un saco de patatas. Las piedrecitas del suelo rascaban el traje perforándolo. Al llegar a la puerta, tuvo que hacer un esfuerzo extra para subir el escalón de acceso a la tienda de la gasolinera.  Una vez dentro todo sería más fácil. El suelo pulido facilitaba la tarea de arrastrar al tipejo.

Cuando llegó tras el mostrador, abrió la puertecita que daba acceso al sótano. Volvió a sacar el trapo de su bolsillo y miró a su presa. Se quitó el sudor. Tanto éxito como creía que había tenido el hombre que yacía ante él, se había traducido en sobrepeso y Jimmy sudaba como un cerdo.

Abrió un cajón bajo la máquina registradora. Allí guardaba varias esposas, alicates, cuchillos, punzones y una pistola con una única bala. Una caja llena de balas apoyada contra la esquina del cajón parecía querer abalanzarse sobre el tambor del arma para recargarla. Eso no iba a pasar.

Esposó al tipejo y ató el pañuelo a modo de mordaza en su boca. Lo pateó empujándolo hacia la trampilla, hasta que el cuerpo rodó por las escaleras al sótano. Ya echaba de menos su pañuelo para secarse el sudor. Esos hombres entrajetados acababan quitándole todo a la gente; ahora a Jimmy su pañuelo. Hizo un sonido fuerte y seco con su nariz y escupió por la ventana. Allí seguía el coche.

Arrancó el vehículo. Un trasto caro. No tenía climatizador porque el tipejo no sabía ni para qué iba a usarlo. Si hubiera sido inteligente, sabría que lo primero que necesita un coche es su climatizador. ¿De qué le servía tener tantos estudios si no sabía eso? Apretó con rabia el acelerador. Las piedrecitas bajo las ruedas salieron disparadas. Sonaban como pequeños perdigones al chocar con el metal del surtidor.

Hoy era un día distinto. Por fin.

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